El presente retoma las ideas de las dos semanas anteriores y reitera que este tema es ampliado (y puede seguir siéndolo durante algún tiempo) y es para alguna mamá o papá; una maestra o dos o tres; es un punto de vista personal, reflexivo y no pretende ser definitivo, con sus errores de apreciación y sesgos académicos, lamentablemente tampoco es parte de alguno de los manuales en torno al fomento a la lectura y está sujeto y dispuesto a recibir criticas de los que si le hacen a esas cosas, también a los sectarios y a la intelectualidad en general. aclarado lo anterior, una vez más, ahí va la idea ampliada y en este caso un poquito segmentada.
Planteamos ya la idea de que, en muchos casos, las primeras aproximaciones a la lectura bien pudieron tener lugar en el seno familiar, en casa, entre familiares y parientes, decíamos que un niño o un adolescente rodeado de gente que lee y que aprecia la lectura como afición, en algún punto desarrollará afinidad a los libros también, el ejemplo arrastra, pues.
Ahora bien, de repente puede ser que este escenario presente una variante y de eso, se deriva algo que ocurre mas veces de las que es posible contar, de hecho, como todo, tiene múltiples variaciones, cada variación puede conducir a situaciones y aficiones lectoras muy particulares, o a la ausencia de ella, llegando incluso a la negación, a la aversión total por la lectura. De eso se trata esta ocasión, de como es que se desanima a alguien para que no lea, para que no quiera leer o para que no le interese o no le encuentre sentido a la afición a leer.
Es una receta muy muy simple, ampliamente probada y afinada a lo largo de años, con múltiples recetas derivadas y con matices regionales, locales y que más de uno, reconocerá o incluso habrá recibido una ración en algún momento de su formación escolar temprana; se comienza cuando se confiere a la lectura todo un acto protocolario, todo un ritual, cuando se le dice al novicio (casi siempre un niño o un adolescente) que la lectura tiene que ser en espacios casi sagrados, muy en tono serio y hasta en posición y disposición casi de misa dominical, despojado de toda actitud festiva o lúdica. Luego, para “reforzar” esto de la seriedad y la solemnidad, se le entrega o se le acerca a textos clásicos, lo que sea que esto signifique, textos griegos (de ser posible en la excelentísima traducción de algún español de hace unos 150 años o por ahí), autores europeos plagados de is y os, puede también ser algún mamotreto de la época de los abuelos, en edición a doble o triple columna con letra pequeñísima o alguna novela de las que leyó el tio letrado, llena de polvo y extraña hasta para citar nombres (ojo, no confundir extraño a lo Borges o a lo Cortazar con extraño de no le entiendo nada porque es un español castizo de principios del 1800). Pídale entonces que, basado en lo que leyó antes de desmayarse o frustrarse o distraerse o aventar el libro a algún rincón o antes de huir por la ventana o escurrirse discretamente de la habitación, le escriba un pequeño ensayo respecto a las razones ontológicas o transhumanas por las que, el autor blablablabla (use muchas palabras complicadas y que parezcan muy académicas) y que lo justifique con citas de al menos tres autores en formato APA o alguna cosa igual de complicada y cuando el niño o adolescente exprese que eso es difícil, bufe, mírelo feo y dígale algo así como “en mi época a tu edad, ya leíamos a Nietzche o a (inserte aqui algún autor amado por los snobs) y comentábamos en círculos literarios por las tardes (aunque no haya nada de real en ello, porque usted hizo la misma cara de angustia y aburrimiento a esa edad). Emprenda como medida de refuerzo o aliento (si se le puede llamar así) una lista de autores igual de áridos y aburridos como una pared de ladrillo sin pintar. Termine la actividad censurando los hábitos del novicio.
Traducción harto simplificada: ponga al chamaco a leer un mamotreto aburrido y polvoriento en un lenguaje rebuscado, florido y arcaico y dígale que tiene que hacer un resumen a lo bestia del texto, exigiendo que lo haga en silencio, en actitud como de iglesia y de rezo y además póngale puras lecturas igual o peor de aburridas. Póngalo a leer griegos, romanos o europeos de esos bien macizos sin explicarle porqué, de paso niegue que existe la Odisea, la Iliada o esos bonitos ejemplos de literatura antigua; no mencione que existen europeos “clásicos” muy accesibles para un lector nuevo, ejerza un veto a las buenas lecturas como las de Verne o Conan Doyle o Salgari. Póngase mamila al respecto (perdone mi francés).
Con eso, tendrá usted, en poquito tiempo, un niño o un adolescente, que no quiere leer y al tiempo, tendrá razones mas que de sobra para quejarse. Combine usted esto al gusto y con mucha creatividad, porque hasta en arruinar la buena intención de alguien para que lea, hay que buscarle.
(Y por favor, sonría, este es un texto en clave irónica, por si no se ha dado cuenta).
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