En medio de todo librero, en alguno de esos montoncitos anónimos, quizá en alguna caja en un rincón o detrás de una pila de carpetas o fotocopias, en medio de una hilera de muy educados y poco visitados libros académicos o técnicos, todo lector tiene al menos un libro del que puede contar una historia, una anécdota, un recuerdo especial, un momento extraño, bizarro o particularmente vivido para sí. Todos los libros que pueblan una casa y sus libreros tienen y eso hay que decirlo su historia, pero siempre hay uno que lo hace diferente a los demás, uno o varios que son únicos a los ojos de cada dueño.
Hay libros que arrastran entre sus páginas tickets de líneas de autobuses urbanos desaparecidas hace mucho o viejas fotografías en formatos que ya no se imprimen (muchos ya ni imprimen sus fotos), algunos otros son herbarios insospechados y guardan flores y hojas de plantas nostálgicas; otros muestran orgullosos en su primera hoja, alguno de esos artísticos exlibris de otras épocas, firmados elegantemente con manuscrita y con tinta y manguillo. Quizá usted, buen lector, habrá encontrado en sus chapuzones en los bazares algún libro con cintas o listoncillos decorados. Hay, estoy seguro, libros que acompañan a los lectores desde sus primeros tiempos en el amor a la lectura, libros infantiles o juveniles que se guardan más por la nostalgia que por su relevancia y que empequeñecen en medio de lecturas cósmicas, fantásticas, masificadas o muy contemporáneas.
Otros libros cuentan historias de excesos, en forma de manchas de comida o café o con migajas o hasta pedacitos de servilletas manchadas. Hay libros con rastros de café o de líquidos espirituosos entre sus páginas; olorosos a elegantes tintos o a humildes cebadas y lúpulos. Hay historias contables en forma de raspones o rasgaduras o hasta lomos torcidos: heridas de guerra o de zafarranchos, de lluvias, de caídas o de encuentros inesperados o muy esperados. Hay libros besados o con gotas de perfumes o dedicatorias sentidas escondidas. Hay al menos un libro, en todo librero que ha recibido lagrimas y ha sido arrojado a un rincón (y luego recuperado en medio de un arrepentimiento), hay libros que tienen hojas perdidas porque duelen y libros que han sido amorosamente remendados y que son, de tiempo en tiempo, objeto de cuidados paliativos o preventivos, histéricos también porque dolería más ver como terminan de morir. Hay también, estoy seguro, de que todos los lectores tienen y atesoran un libro que huele, que guarda una voz, que guarda una imagen idealizada de algo que yo está, que ya no es y que fue y dejó de ser. Esos libros, todos, son especiales, los manchados y olorosos y los que hablan y cuentan momentos de dolor y alegría.
No puede faltar en estos pensamientos de los libros que son especiales, los libros que aparecieron de repente en las manos después de una vida de búsqueda, los libros que siempre fueron anhelados y un día aparecieron con descuentos imposibles o que, siendo de reciente edición aparecieron en la caja de los saldos o en los bazares, en las montoneras de libro para reciclar u olvidados en una banca, en una mesa de café o en un jardín, en un autobús. Merece la pena incluir quizá en estas listas los libros que fueron entregados por alguien que se ha ido de este plano de existencia o por personajes que dejaron huella en la formación personal o profesional de cada cual. Cada uno tendrá su libro especial, que no tiene que ser, por cierto, un gran libro, un best seller, una copia en edición de lujo ni en encuadernados especiales. por lo general este o estos, cuando son varios, toman formas mas bien humildes, sencillas. sinceras, porque lo que los hace especiales no es su forma, sino la historia que los trajo a nuestros libreros.
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